21 octubre 2013

¿Por qué le gusta el sexismo al cerebro?

Al mismo tiempo que en nuestro país aparecen trabajos contándonos que el machismo está creciendo entre los adolescentes españoles, en Japón su juventud pasa olímpicamente de tener relaciones (hasta un 61% de mujeres de entre 18 y 34 no tienen una y lo mismo para un 49% de los hombres de la misma edad).

¿Por qué en España hay adolescentes que prefieren estar en una mala relación, sometidas a maltrato físico y/o psicológico antes que estar solas, como tantos jóvenes japoneses? En los artículos de El País y The Guardian se profundiza mucho sobre las razones de cada uno de los dos fenómenos. Se nombra a los medios de comunicación, a las exigencias culturales, a la publicidad, a los libros, a las películas o a los videojuegos. Pero al final, no deja de resultar curioso cómo todas esos factores sirven para explicar una situación y también la otra. ¿Cómo es eso posible? ¿Por qué las películas hacen que los japoneses no busquen pareja y que los españoles mantengan cada vez más relaciones de maltrato? ¿Qué hace posible esta aparente contradicción? La respuesta no es otra que aquello que compartimos todos los seres humanos del planeta, nuestro cerebro.

Ese maravilloso órgano nuestro tiene, como ya hemos dicho alguna vez, una función principal: la supervivencia de la especie. Y trabaja de manera incansable para conseguirla. Día y noche. Con o, las mayoría de las veces, sin nuestro conocimiento o consentimiento. ¿Y qué pauta principal sigue nuestro cerebro para que la especie sobreviva? Acercarse a lo placentero y alejarse de lo que no lo es.

Esta regla tan simple es la que gobierna nuestras vidas. A veces puede parecer que no es así porque las personas nos comportamos de formas muy distintas, más si pertenecemos a diferentes culturas, a diferentes generaciones o a diferentes sexos. No obstante, lo único que muestran esas diferencias de comportamiento entre seres humanos es qué hemos aprendido que es placentero o doloroso para cada uno de nosotros.

Otra cosa a tener en cuenta acerca de esta regla es que nuestras elecciones vitales no tienen por qué ser siempre sencillas, como escoger entre una cosa buenísima y otra malísima. En muchas ocasiones nos tocará, a falta de algo mejor, quedarnos con la opción menos mala. Algo que, visto desde fuera, puede hacer creer a los demás que estamos eligiendo de manera estúpida o incoherente.

Profundizando un poco en la biología de este tema, el cerebro tiene todo un sistema, llamado de recompensa, encargado de aprender qué es bueno o qué no nos gusta. Este sistema es bastante primitivo, evolutivamente hablando. Esto quiere decir que es completamente irracional y automático, tanto como lo es en un cocodrilo o en una rata. Lo que ocurre con este sistema en el ser humano es que está conectado a las áreas que son propiamente nuestras, las que nos hacen seres racionales, nuestra corteza prefrontal. Pero eso no nos hace tener mucha ventaja. La inmensa mayoría de las veces, nuestro llamado cerebro racional está completamente subyugado a ese primitivo sistema de recompensa. Y, en el mejor de los casos, lo necesitamos para tomar cualquier decisión (algo de los que nos hablan Damasio y su marcador somático).

Además, ese sistema de recompensa es absolutamente cortoplacista. Toma las decisiones en función de lo buenas o malas que son ahora, no dentro de unas horas o de unos años. Y ese cortoplacismo es mayor cuanto menos influencia conseguimos que tenga nuestra corteza prefrontal.

Partiendo de esto que ya sabemos vamos a analizar los casos del machismo y de la soltería creciente en España y Japón.


¿Por qué se impone el modelo del maltrato?

Siguiendo nuestras hipótesis de partida, el sexismo debe tener algo bueno para nuestro cerebro. ¿En qué consiste? ¿Por qué nuestro cerebro prefiere a veces exponernos a ese maltrato a no hacerlo? Estamos ante un caso en el que la persona que sufre el maltrato elige seguir sufriéndolo. Y esto sucede porque, simplemente, cree que la alternativa al mismo es peor.

Una característica de nuestro sistema de recompensa es que es bastante vulnerable a una forma de presentar los reforzadores, premios o situaciones placenteras de nuestra vida. Cuando dichas situaciones placenteras aparecen de manera continuada o previsible dejamos de sentirnos atraídos con el tiempo. Sin embargo, cuando los reforzadores surgen de manera intermitente, sin avisar, los buscamos con ahínco. Es por eso que nos gusta tanto jugar a la lotería mientras que cobrar a fin de mes mola al principio, pero luego ya no tanto.  En una relación de maltrato, los inicios suelen ser muy pasionales, se produce un enamoramiento rápido e intenso y, cuando el vínculo está afianzado y nuestro cerebro acostumbrado a su dosis diaria de placer, pero no cansado, ese placer desaparece y se torna en violencia verbal. La salida para un espectador externo sería sencilla: deja a esa persona. La salida cortoplacista para el cerebro implicado es "quiero seguir recibiendo mi dosis, esto ha debido ser un error". O, volviendo al ejemplo de la lotería: "seguro que la siguiente vez me toca, ya me tocó antes". También hay que decir que a este deseo inicial se une la imaginación. Así, se tiende a imaginar que se va a estar bien o que nos va a volver a tocar la lotería. Y ese placer, a falta del que ofrezca la realidad, le suele bastar al cerebro en muchos casos. Obviamente, si la situación se mantuviese siempre en la fase de violencia verbal y/o física, hasta el más adicto de los cerebros acabaría cansándose, pero lo que caracteriza a las relaciones de maltrato es un proceso en espiral (creciente): maltrato - disculpas - pasión - maltrato... De esta forma, el cerebro de la persona maltratada se encuentra con la peor de las situaciones de cara a una elección correcta: va a recibir recompensas intermitentes, super adictivas, rodeadas de situaciones de maltrato cada vez mayores.Y elegirá quedarse, claro, porque considerará que es mejor eso que quedarse sin nada. Como hemos dicho, desde fuera la elección parece completamente incoherente. No obstante, el cerebro de la implicada (o implicado, que los hombres también pueden sufrirlo) está optando, a corto plazo, por el mal menor. Porque ésa, como hemos dicho, es otra de las cosas que caracteriza a nuestro sistema de recompensa. Si en una situación de alta carga emocional fuésemos capaces de mirar a largo plazo tomaríamos mejores decisiones, pero nadie nos enseña que eso sea posible. Ni tampoco cómo hacerlo posible.

Lo que, en cambio, si sucede, es que las películas, los libros, la cultura, los videojuegos o la música nos enseñan lo contrario, a seguir a nuestras emociones. Y así nuestro cerebro está indefenso cuando se encuentra en tesituras como las del maltrato, que atacan tan certeramente a nuestro sistema de recompensa.

Lo de los japoneses creo que os lo dejaré a vosotros. ¿Por qué un cerebro elegiría quedarse soltero en un contexto como el suyo?

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11 octubre 2013

El primer beso, sexismo y diferencias culturales

Según la teoría de la disonancia cognitiva, las personas no quieren plantearse si sus actos pasados han sido incorrectos sino sentirse bien con ellos. Siguiendo un razonamiento parecido, un amigo me recordó hace poco algo (bien) sabido: es mucho más fácil sentir atracción por alguien y dejarte llevar si tienes las pulsaciones altas, si estás riéndote, si estás emocionalmente inestable, si acabas de pasar por algún peligro y, por supuesto, si has bebido alcohol. En esas circunstancias es mucho más sencillo que la chica, que es la que suele tener ese derecho en nuestra cultura, acepte, o quiera, un primer beso. Y una vez aceptado será mucho más sencillo que racionalice a favor del beso que en contra.

Por eso suele ser mejor la ambivalencia a la hora de ligar. Que no sepan si estás o no estás. Que crean que puedes estar con cualquiera. Esto hace que aparezca la duda, los nervios, que se incrementen las pulsaciones, y que terminen racionalizando que sienten algo por quien les hace estar así. "Hace un momento estaba conmigo, nos lo estábamos pasando genial. Pero ahora se va y está hablando con esa otra, con ese otro o se ha puesto a bailar él solo como si nada más le importase". Así, los celos o la envidia podrían no ser otra cosa que una cronificación inconsciente de este cambio de sensaciones. De ese estar pasándolo bien gracias a otra persona u objeto a que, de repente, ese objeto o persona desaparezca y con él el pasárselo bien.

Si se consigue que el proceso se repita lo suficiente el cerebro manda tantas señales de "quiero volver a sentir eso" que la persona, a no ser que haga un gran esfuerzo consciente en contra, termina por concluir que se siente atraída, o que incluso lo necesita para pasárselo bien. Y tras ese tipo de racionalización quedan pocas cosas que hacer. Pero ni siquiera es necesario llegar a la racionalización. Después de que se produzcan repetidamente ese tipo de sensaciones ya quedarían pocas cosas que hacer. Porque lo normal, lo que hacemos casi siempre, es creer a pies juntillas a nuestros sentimientos y sensaciones. Y racionalizar como sea para estar de acuerdo con ellos.

Alguien podría decir que que los ricos, los famosos o los atractivos ligan más. Es cierto. Pero es por las mismas reacciones bioquímicas. Ocurre que parten con ventaja porque a la gente le sube el pulso cuando está frente a alguien así. Proyectan el llamado efecto halo del que ya hablamos en otra ocasión. Y, como tienen un estatus alto, ni siquiera se tienen que preocupar por desaparecer y mostrarse ambivalentes: habrá otras personas que quieran captar su atención facilitándoles la tarea.

No obstante, leí hace poco un estudio que decía que hay culturas que consiguen no seguir a ciegas esos sentimientos. Así, aunque lo que contaba arriba es una realidad, su influencia disminuye enormemente cuanto más igualitaria es la cultura. Es decir, la forma de ligar cambia, la chica se vuelve más racional y se puede dar tiempo, días, semanas, para examinar al candidato detenidamente. No es que no siga sus sentimientos a ciegas sino que dispone de toda una serie de mecanismos aprendidos que le previenen contra ellos. Entre otros, quizá el más importante sea que su cultura le enseña desde que nace que no necesita al hombre para sentirse a gusto o segura. Y le ofrece alternativas para que así sea. Así, cuando hay un tío que les entretiene lo aceptan, pero si desaparece tienen recursos suficientes para no echarlo de menos en absoluto. Cuando el tío vuelve, se encuentra con que a la chica no le ha cambiado demasiado el pulso, apenas siente nada extra.

De esta forma, lo que busca una mujer de un hombre varía mucho según la cultura, derivándose de ello consecuencias importantes. Hace 35 años, cuando las mujeres no podían acceder a muchos puestos de trabajo en España, tenían que apechugar con una desigualdad enorme en las relaciones. Esta desigualdad estaba culturalmente aceptada como la forma más sencilla de sacar las familias adelante. Y lo estaba porque confluían una moral católica muy fuerte y una ausencia grande de puestos de trabajo. Con la democracia las cosas han ido cambiando. Pero no tanto. En lugar de producirse un machismo explícito, ahora se produce un insidioso machismo benevolente, que es bien aceptado por muchas mujeres y adolescentes pero igualmente dañino pues mantiene la creencia, que además se transmite por vía materna, de que la mujer es inferior y necesita al hombre. Por eso, las estadísticas no paran de recordarnos que España sigue sin ser un país igualitario. Estamos muy lejos de Noruega, por ejemplo, donde se está comprobando cómo los niños empiezan a no tener vergüenza de comportarse como "niñas". O de Holanda, donde hace un año no paré de ver mujeres conduciendo tractores, camiones o pilotando barcos, tareas que en nuestra cultura estarían reservadas al sexo masculino.

En cualquier caso, no hay que olvidar que el hombre también se encuentra atado de pies y manos en una cultura sexista. Si se comporta "como una mujer", mostrando sus sentimientos, siendo abierto, cariñoso, presumido o empático, tanto mujeres como hombres le mirarán raro. Es así. Por muy mal que suene, en culturas sexistas, las mujeres buscan que los hombres dominen y los hombres buscas que las mujeres dependan de ellos.

Por último, resulta curioso cómo los llamados mitos del amor se pueden convertir en un buen indicador de lo sexista que es una cultura y de la bioquímica subyacente, que hace que sigamos a nuestras sensaciones como si de leyes se tratasen. Estos mitos (media naranja, de los celos, de la pasión eterna, de la omnipotencia del amor, de la equivalencia entre amor y enamoramiento...), con una alta aceptación en la cultura española, alimentan la dependencia y la desigualdad.

Además, esos mitos son potenciados por la publicidad, las películas, las canciones, las series, los videojuegos, el alcohol y las fiestas o los libros. Todos esos medios de entretenimiento no sólo enseñan, lucrándose con ello, que esas creencias son correctas, sino que lo hacen explotando la misma bioquímica para que su lucro se eternice. De esa forma, nuestro cerebro practica una y otra vez la búsqueda en el exterior de cosas que nos hagan felices, volviéndonos dependientes de ellas y perdiendo el control de nuestras vidas. Es decir, las nuevas generaciones, lejos de estar mejor preparadas para separar sensaciones de acciones, lo están cada vez menos, son cada vez más incapaces de producir su propia felicidad.

¿Y qué solución hay? La de Noruega. Que el estado se implique en cambiar las cosas, alentando la igualdad, desde que los niños empiezan el colegio.

Felices primeros besos a todos ;-)

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01 octubre 2013

Vipássana: la técnica.

En el anterior artículo habíamos visto qué buscaba Buda cuando inventó la técnica. Quería, como buen hinduista, no alterar su karma, separar sus acciones de sus instintos aumentando sistemáticamente la consciencia de los mismos.

Buda perseguía con ello alcanzar el paraíso de su religión, abandonar la rueda de reencarnaciones. Hoy en día, en cambio, lo que le interesa a la ciencia, y no poco, son las consecuencias prácticas de la técnica que inventó.

Parece que Buda se dio cuenta, ya en aquella época, de que las emociones llevan asociadas sensaciones corporales. Cuando vemos, oímos, tocamos, olemos o saboreamos algo, nuestro cuerpo reacciona automáticamente provocando una sensación corporal. Ver una serpiente hace que nuestro cuerpo se ponga en tensión, oír a un niño llorar despertará a cualquier progenitor por dormido que esté, tocar algo suave nos inducirá calma, oler algo en estado de descomposición hará que queramos alejarnos de un lugar y sentir cómo un trago de agua fresca recorre nuestra sedienta boca nos tranquilizará, relajando nuestros músculos.

Estas respuestas naturales tan características son, en principio, sólo corporales. Implican aumento o disminución del torrente sanguíneo, estado o no de alerta… No son conductas aprendidas sino que tienen un factor genético muy fuerte. Una persona que nunca haya visto una serpiente siempre sentirá que su cuerpo se pone en tensión al ver una por primera vez.

Lo que ocurre es que nuestro cerebro inmediatamente aprende a asociar y memorizar situaciones y sus sensaciones con sentimientos agradables o desagradables. Esos sentimientos agradables se producen al activarse nuestros circuitos de recompensa, de tal manera que nos volvemos adictos a ese tipo desensación. Nos gusta. “Sentimos” que es buena y tendemos a buscarla.

Lo contrario sucede cuando nuestro cuerpo se encuentra con sensaciones desagradables. Recuerda que las últimas veces que se encontró con ellas hubo peligro y no quiere volver a exponerse a ellas. Las “sentimos” como malas. Tendemos a evitarlas.

Ahora bien, aprender a buscar lo satisfactorio y evitar lo doloroso es una capacidad que tiene cualquier vertebrado. Pero el ser humano viene con un par de extras. Por un lado, somos capaces de aprender un lenguaje y asociar palabras e historias a sensaciones. Con lo cual no necesitamos que una situación nos provoque una sensación. Nos basta con pensar en la situación, sin necesidad de vivirla. Además, podemos incluso tener las sensaciones de otro a través de la llamada empatía.

Estas capacidades nos han dado enormes réditos como especie. Durante decenas de miles de años hemos sido capaces de imaginar situaciones peligrosas sin necesidad de exponernos a ellas, elaborando así estrategias de futuro sin correr riesgos. También hemos sido capaces de aprender de nuestros errores rememorando hechos pasados. Asimismo, a través de la empatía, hemos creado vínculos sociales cada vez más fuertes y extensos, lo cual nos ha protegido frente a todo tipo de peligros.

Estas tres cosas eran realmente útiles cuando nos jugábamos la vida día tras día en la prehistoria. Pero desde que el hombre descubrió la agricultura empezamos a disfrutar de algo que, hasta entonces, era un bien escaso: el tiempo libre.

Por así decirlo, hasta entonces los seres humanos siempre andaban apretándose el cinturón para llegar a fin de mes. Sin control sobre lo que iban a poder obtener de la naturaleza, cada hombre, mujer y niño de una tribu, incluyendo los supuesto jefes o chamanes, tenían que implicarse al máximo en todo tipo de tareas esenciales para la supervivencia (y ni así lo conseguían en muchos casos). En cambio, cuando surgen la agricultura y la ganadería resulta posible almacenar alimentos, todo se vuelve menos peligroso (salvo que al aglomerarnos somos más vulnerables a epidemias), y aparece una figura encargada de gestionar las reservas. Esa persona encargada está todavía menos expuesta a peligros vitales, y como tiene el alimento de la tribu en sus manos, adquiere poder y, gracias a él, tiempo libre, al menos para sus allegados..

Sin embargo, de la genética no se libra nadie. El cerebro de esa persona sigue siendo el de un ser humano, preparado para recordarle errores pasados y advertirle sobre el futuro. Durante todas las horas del día, durante todos los días de su vida. Y como no hay nada vital sobre lo que elucubrar se dedica a rememorar o advertir acerca de trivialidades. Trivialidades que, a base de ser repetidas una y otra vez, se vuelven importantes. Esto es con lo que se encontró Buda, que era un príncipe con mucho tiempo libre en una sociedad de agricultores ganaderos, y lo que Buda trató de resolver. Y también es con lo que nos encontramos en nuestro mundo moderno, una de las incomodidades que nos ha traído el estado de bienestar.

¿Cómo lo intentó resolver aquel príncipe? Como hemos dicho, se dio cuenta de que había una conexión permanente entre sensaciones corporales, sentimientos y palabras (dichas, escuchadas o pensadas). Se dio cuenta de que el karma aumentaba porque sus actos obedecían inmediatamente a sus sensaciones corporales. Eso a veces resultaba correcto (reacción frente a serpientes). Sin embargo, en otras ocasiones esas sensaciones corporales nada tenían que ver con el presente. Eran fruto de un pensamiento, de un recuerdo, de una fantasía. Y su cuerpo las seguía también. Así que inventó una técnica para ponerse en medio y que la conexión sensación-acción no fuese inmediata. Una técnica que le diese tiempo para decidir qué hacer. Y lo más importante, ideó un contexto que permitía que cualquiera, en un corto espacio de tiempo, fuera capaz de darse cuenta de que ponerse en medio era viable y beneficioso. 

Ese contexto, el contexto en el que se desarrolla la práctica de Vipássana, es muy, muy importante. Durante 10 días, las personas, voluntariamente, se abstienen de hablar, mirar o intentar comunicarse de cualquier forma con otras personas. También se abstienen de entretenerse con cualquier cosa (TV, Internet, escritura, pintura, rezos, lectura, ejercicio físico, personas del sexo contrario). La técnica se practica durante 10 horas al día, al final de las cuales se escucha una charla aclaratoria, en la que se alienta y se previene sobre posibles errores.

La técnica no es difícil. Básicamente consiste en estar atento a tus sensaciones corporales, cuando tú quieres, de una manera sistemática, sin importar cuáles sean. Así, te terminas dando cuenta de que las sensaciones no tienen por qué ser seguidas de una acción. El dolor, el placer, la búsqueda de sensaciones perdidas por no tenerlas a tu alcance en tu aislamiento, el picor, el sudor, todo deja de molestarte o apetecerte, todo pierde fuerza con el tiempo. Porque te das tanto tiempo que no puede ser de otra manera. También los pensamientos, que van y vienen durante la práctica, pierden fuelle cuando no les haces caso. Y, al cabo de las más de 100 horas de meditación e introspección que tiene el curso de 10 días, te das cuenta de dos cosas. Primero de que estás agotado. Segundo, de que no es necesario seguir a tus sentimientos o a tus sensaciones, y de que es mucho más difícil de ver en tu mundo, lleno de entretenimiento y cosas que hacer inmediatamente.

Ya desde un punto de vista psicológico, la técnica es espectacular. Cumple todos los requisitos de éxito terapéutico, comenzando por conseguir que una persona se comprometa a seguir un tratamiento, lo cual es el principal indicador de éxito del mismo. Por otra parte, los tratamientos intensivos se han demostrado al menos igual de eficaces que los de larga duración en multitud de terapias. Y la técnica en sí, consistente en observar tus sensaciones, lleva más de 20 años utilizándose con éxito en la Universidad de Massachusetts, en pacientes con estrés crónico.

Además, la meditación es un elemento que aparece de manera recurrente en las llamadas Terapias de 3ª Generación, las más modernas y con mayor soporte científico de las existentes en la actualidad. La meditación no es para estas terapias, que consiguen muy buenos resultados en todo tipo detrastornos, algo de carácter esotérico. Es una técnica que permite a la persona no dejarse llevar por los impulsos que le han dado problemas históricamente. Por ejemplo, para la más extendida de todas, para la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT en inglés), meditar ayuda a mejorar la llamada defusión (separar sentimientos y pensamientos de acciones).

Otro término muy en boga últimamente en los tratamientos psicológicos es el llamado Mindfulness, o atención plena. Mindfulness es una carácterística de la meditación e incide en la necesidad de permanecer atento en la vida cotidiana, apreciando cada momento porque es el único sobre el que tenemos auténtico control. Advierte acerca de que no podemos cambiar el pasado por mucho que pensemos en él. Y de que tampoco podemos cambiar el futuro por mucho que lo imaginemos. Pero si no paramos de pensar en uno y otro, perdemos el presente. La atención plena te enseña a estar centrado en lo que sucede ahora mismo.

Así, la meditación, ya sea como un ingrediente de una terapia o de forma aislada, funciona. Cada vez más estudios así parecen indicarlo. Pero aprender a meditar no es fácil (yo lo había intentado unas cuantas veces). Y, aunque se aprenda, es como cuando te sacas el carnet de conducir, los automatismos que realmente te benefician, que puedes aplicar a la vida cotidiana, no llegan hasta que has conducido un mínimo de 50.000 km. Vipássana te ofrece las dos cosas: primero la oportunidad de sacarte el carnet en un corto espacio de tiempo, de forma gratuita (si quieres, cuando terminas el curso, puedes donar algo, pero nadie te pide que lo hagas). Y luego te previene de que, para obtener los mejores resultados, practiques todos los días.

Enlace a la web de Vipássana.
Libro de meditación para niños. Recomendada para que aprendan a no dejarse llevar por sus impulsos.
Libro con la técnica de Kabat-Zinn.
Manual de ACT.


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